martes, 6 de diciembre de 2011

Cero

Pase el primer mes en una cama rota, cedida al suelo por la esquina del pie izquierdo. En realidad, al revés, pero yo me daba la vuelta. Estaba cedida por donde se apoyaba tu cabeza, parece que  no lo aguantó. Me daba la vuelta para tener la mía en alto  y para cambiar el visual. En ese pequeño giro empezó mi hoy. Tenía el cuerpo envuelto en cuarzos blancos, no sabes, desde el instante en que lo decidí, qué oleadas de calor. Estuve un mes con golpes de calor cada pocos minutos, me asusté, porque a veces era cuando respiraba tan sólo un poco más fuerte. Se me llenaba el cuerpo de sudor, y todo parecía venir de los pulmones. Del respirar. Empecé a hacer ejercicios energéticos, muy despacio con cada parte de mi cuerpo. Me sentía  Uma Thurman en Kill Bill, cuando la pegan un tiro en la cabeza y empieza a mover un dedo del pie para recuperarse. Mucho silencio. Contemplaba como se me había instalado encima la decadencia. El tantísimo polvo que había en la casa se me cayó encima. Los tantísimos pensamientos se me cayeron encima. Buscaba el sol todo lo que podía, bajaba y subía las escaleras todo lo que podía, pero a veces me costaba. Estar en la casa. Ser yo. Todo lo miraba con los ojos de tu desprecio y no le veía sentido a vivir. Morirme me parecía la conclusión natural de las cosas, también lo temía. Las consignas eran dos. No fumar hachís y sentirlo todo. Los años me cayeron también encima. Me sentí vieja. Me pasaban imágenes de todas las mujeres del mundo y todas eran mejores que yo. Yo, la que parecía no tener razones para ser amada. Una noche sucedió. De mi corazón brotó una frase, de ahí al borde exacto de los  oídos, ese sitio que se tapona cuando vas en coche por un puerto por culpa de la diferencia de presión, ese sitio que los músculos de tu cuerpo obstruyen cuando se producen los vértigos. De mi corazón, digo, brotó una frase, yo también me lo merezco, y empecé a llorar.