domingo, 11 de diciembre de 2011

El Tururú

Era un chico que se reía muchísimo, todo el rato. Pero no porque sí .A carcajadas, recuerdo. Hasta se agachaba, inclinado por la risa en el estómago y le encantaba bailar golpeando un pie con otro. En realidad era tremendamente inseguro, por todo lo de su padre, pero lo vadeaba a ritmo de alegría, inspiración y noche. Tenía magia, había una sensibilidad ahí en la cripta de esa vida más o menos superficial que le había tocado y que vivía. También por eso se enamoraba así y era capaz de llorar tan rápido, en cuanto la situación lo requiriera. Mentía bien. Mentía y ordenaba, sabía conseguir el instante de tener a cinco mujeres juntas, en el mismo espacio, seducidas y que ninguna, salvo la que más le quisiese y sólo por puro amor, se enterara. A mí me gustaban sus ojos marrones, su nariz ancha, su boquita de niño. Curioso con que nitidez me viene las imágenes si me pongo a recordarlo, lo que has amado se fija a fuego, se esconde, pero pertenece a otra esfera siempre penetrable. Sus ojos me gustaban, porque tenían fiebre y mundo más allá. Un día estábamos solos en el bar por la tarde, lo abría por la noche, era un bar de copas con pared de muralla, estaba dentro de la muralla y sobre ella se erigía el bar, todo vigas y madera, cabaña de copas, montaña de alcohol y música, estábamos solos, poniendo música y fumando porros y yo me había quedado transcendida con el humo, recostada en tres banquetas de madera y viajé a sitios muy raros, estado de conciencia nuevos para mí que tenía quince años, no sé que sonaba, había muy buena música en ese garito, española e internacional, se la había dejado el que le hizo el traspaso, era un bar mítico en cuanto a la música en la ciudad, recuerdo estar ahí en esos mundos y hasta querer parar y buscarle y que me estuviera mirando.